viernes, 30 de enero de 2015

- Licenciado en historias -


Siendo niño, muchas veces he querido contar historias que escuchaba de los más grandes.
Ciertamente suele resultar un terrible fracaso a veces, no sólo cuando la historia es de determinada naturaleza, y por la edad que uno carga es imposible haber sido partícipe; sino que es mucho peor y mucho más doloroso cuando uno no sabe contarla correctamente.

Resulta totalmente bochornoso el tener que rebobinar una historia porque te has salteado una parte, y tener que pedir disculpas, aclararlo y tratar de continuar luego. Lo peor viene ligado de que quizás alguno de los menos despiertos suele enredarse en el relato y pedirte lo que sería la muerte literaria en vida; cuando te piden que “vuelvas a empezar”.

Es un hecho casi imposible volver a empezar una historia, porque está declarado en el capítulo 1 del libro del gran cuentista que las historias siempre deben tener, por lógica, una “línea de relato”, pero es netamente obligatorio que por cada vez que la cuentes la historia debe mutar en ciertos detalles; la exageración de los mismos es imperioso por naturaleza.

 Que se deba implementar este acto de la lección 1 del jardín de infantes de los contadores de historias, en el mismo momento que uno ya contó una versión y debe contar otra instantáneamente conlleva a la automática reprobación, cero, afuera.

El día que recibí mi primer “reprobado” cómo cuentista, decidí no quedarme en los oscuros rincones de la desesperación y desaprobación de mis pares; decidí averiguar el porqué de mi error, enmendar el fallo y recuperar mi posición como gran cuentista grupal.

Calculé, con el tiempo, que uno de niño o de joven suele contar historias que se ha colado escuchando a los mayores; a los de barba tupida o de arrugas al costado de los ojos, los de canas más que a otros. Personas que han vivido. Qué han vivido… ¡vivir!

Y así llegó a mí el descubrimiento. Para que uno pueda cortejar las historias, expresarlas, masticarlas y sacarles el jugo, cómo el entrenamiento lo dice en sus letras más pequeñas, uno debe ser partícipe en el mayor porcentaje posible de esas historias.

Y así fue cómo tomé una mochila, borré espacio innecesario en mi memoria; y salí a juntar mis propias historias. Y un día volví, y me entregaron un papel, y el papel decía “Felicitaciones, usted se ha recibido, usted es un CONTADOR DE HISTORIAS”.

Hoy, con mis primeras canas, ya soy uno de los contadores de historias cabecilla de un grupo enorme de cuentistas de barrio. A veces los niños se acercan a escucharnos, los dejamos, pero antes de irse… les contamos ESTA HISTORIA.


Capítulo 1: ¿Quieres ser contador de historias?