Siendo niño, muchas veces he querido contar historias que
escuchaba de los más grandes.
Ciertamente suele resultar un terrible fracaso a veces, no
sólo cuando la historia es de determinada naturaleza, y por la edad que uno
carga es imposible haber sido partícipe; sino que es mucho peor y mucho más
doloroso cuando uno no sabe contarla correctamente.
Resulta totalmente bochornoso el tener que rebobinar una
historia porque te has salteado una parte, y tener que pedir disculpas,
aclararlo y tratar de continuar luego. Lo peor viene ligado de que quizás alguno
de los menos despiertos suele enredarse en el relato y pedirte lo que sería la
muerte literaria en vida; cuando te piden que “vuelvas a empezar”.
Es un hecho casi imposible volver a empezar una historia,
porque está declarado en el capítulo 1 del libro del gran cuentista que las
historias siempre deben tener, por lógica, una “línea de relato”, pero es
netamente obligatorio que por cada vez que la cuentes la historia debe mutar en
ciertos detalles; la exageración de los mismos es imperioso por naturaleza.
Que se deba implementar
este acto de la lección 1 del jardín de infantes de los contadores de historias,
en el mismo momento que uno ya contó una versión y debe contar otra instantáneamente
conlleva a la automática reprobación, cero, afuera.
El día que recibí mi primer “reprobado” cómo cuentista,
decidí no quedarme en los oscuros rincones de la desesperación y desaprobación
de mis pares; decidí averiguar el porqué de mi error, enmendar el fallo y
recuperar mi posición como gran cuentista grupal.
Calculé, con el tiempo, que uno de niño o de joven suele
contar historias que se ha colado escuchando a los mayores; a los de barba
tupida o de arrugas al costado de los ojos, los de canas más que a otros.
Personas que han vivido. Qué han vivido… ¡vivir!
Y así llegó a mí el descubrimiento. Para que uno pueda
cortejar las historias, expresarlas, masticarlas y sacarles el jugo, cómo el
entrenamiento lo dice en sus letras más pequeñas, uno debe ser partícipe en el
mayor porcentaje posible de esas historias.
Y así fue cómo tomé una mochila, borré espacio innecesario
en mi memoria; y salí a juntar mis propias historias. Y un día volví, y me
entregaron un papel, y el papel decía “Felicitaciones, usted se ha recibido,
usted es un CONTADOR DE HISTORIAS”.
Hoy, con mis primeras canas, ya soy uno de los contadores de
historias cabecilla de un grupo enorme de cuentistas de barrio. A veces los niños se
acercan a escucharnos, los dejamos, pero antes de irse… les contamos ESTA
HISTORIA.
Capítulo 1: ¿Quieres ser contador de historias?